jueves, 18 de agosto de 2016

Robarles el fuego a los dioses. La osadía de Andrei Tarkovsky.

Prometeo robó el fuego a los dioses para otorgárselo a los hombres facilitándoles así su vida en la Tierra. Con este atrevimiento burla a los dioses y, naturalmente, recibe su cruel castigo de la mano del Dios más poderoso, Zeus: Prometeo es encadenado en el Cáucaso donde un águila devora su hígado. Pero como Prometeo es inmortal, el hígado vuelve a crecer día a día y es devorado, nuevamente, por el águila. El castigo durará toda la vida.


Un poco más cerca en el tiempo, a comienzos del siglo XX, una Rusia politizada anuló la poesía en el cine. Semejante ausencia en el séptimo arte ruso trajo como consecuencia su casi total anonimato. Tendrían que pasar más de 30 años para que esta situación cambiara. Es en el año 1962 cuando Andrei Tarkovsky (1932 Unión Soviética -1986 Francia) presenta La infancia de Iván, su primer largometraje (será el primero de siete) y se convierte así en el Prometeo soviético. Sus siete películas son consideradas poemas y ésta es su gran osadía. Como un robo a los dioses, Tarkovsky devuelve la poesía al cine ruso. Pero, por supuesto, recibe su castigo. A lo largo de toda su vida de director estuvo bajo los ojos represores de la política rusa, incluso se vio obligado a abandonar su tierra y trabajar en el exilio.


Este acto prometeico quizás se geste en sus propios orígenes: era hijo del poeta ruso Arseny Tarkovsky (1907-1989), cuyos poemas son parte de la película El Espejo (1975) y cuya sensibilidad se transfiere a la de su hijo. Más allá de todo simbolismo (el director no quería encasillarse en eso) lo que su cine nos da es la extraña libertad que emana de las películas en las cuales los personajes no son libres. La opresión, al ser vista por el espectador, otorga –casi mágicamente- una especie de llave que puede abrir los misterios de la melancolía y la esclavitud espiritual. Parte de esta esclavitud cotidiana nos la da la constante presencia de sonidos que nos alejan de aquella música interna y natural con la que fuimos concebidos. Tarkovsky, amante de la soledad y la naturaleza, se limita a musicalizar sus films con grandes milagros de la música (La pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, por ejemplo) o con sonidos de la naturaleza.
Si pensamos en la frase del poeta Paul Valery: “Cada átomo de silencio es la posibilidad de un fruto maduro”, encontramos en el cine del director ruso los frutos maduros que harán que nuestro espíritu encuentre al menos una punta del hilo que nos hará (¿con suerte?) salir del laberinto en el que estamos inmersos: la vida y el miedo a la soledad.
En sus películas nos encontramos en un misterioso vaivén entre la ausencia de Dios y su abrumadora presencia. Los personajes viven, piensan, sueñan y los espectadores ¿ajenos?  los acompañamos. Al fin de cuentas todos somos humanos inmersos en el misterio de la Vida y la Muerte y en el gran misterio de Dios. Estamos atrapados en la nostalgia y el sacrificio; ver estas películas es enfrentarse, inevitablemente, a un espejo crudo y honesto que nos devuelve nuestra propia imagen de seres en eterna búsqueda.


También el arte pictórico está presente, no sólo porque cada  fotograma es de una composición profundamente bella sino porque Tarkovsky parece querer hacernos entender que la vida sin el Arte no sería posible. Hay una especial debilidad por el arte del Medioevo (el mejor ejemplo es la película Andrei Rublev -1966-, basada en la vida del pintor medieval) y por el arte del Renacimiento (Leonardo está presente como un genio, a veces monstruoso). En su última película, Sacrificio (1986), la voz principal del film reflexiona a medida que pasa las páginas de un libro con reproducciones de frescos medievales: “¡Fantástico! ¡Qué gran refinamiento! Qué sabiduría y espiritualidad, y al mismo tiempo inocencia infantil. Profundidad e ingenuidad a la vez. Increíble, como una plegaria”, y después de un largo y sentido suspiro agrega, “todo esto se ha perdido. No somos capaces ni de rezar.” De alguna manera, estas palabras representan la esencia de este cine, un cine que refleja nuestras profundidades humanas y sagradas. Un cine que busca reencontrarnos con aquello que parece que hemos perdido, la capacidad de rezar. Entendiendo por rezo, aquello que nos eleva hacia lo que consideramos superior, más allá de cualquier creencia. Aquello que nos une con todo lo que es y todo lo que nos permite ser. Este Prometeo ruso, devorado a diario por un águila vengativa, nos devolvió (¿o compartió?) un poco de la poesía que sólo se encuentra en la eterna búsqueda, en esa plegaria que es nada menos que nuestra propia vida.


Filmografía de Andrei Tarkovski: ‘La infancia de Iván’ (‘Ivanovo detstvo’, 1962), ‘Andrei Rublev’ (‘Andrey Rublyov’, 1966), ‘Solaris’ (‘Solyaris’, 1972), ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975), ‘Stalker’ (id, 1979), ‘Tempo di viaggio’ (id, 1983), ‘Nostalghia’ (id, 1983), ‘Sacrificio’ (‘Offret’, 1986).

Manuela Rímoli


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